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En el Altar de lo Real - Osho

Nadie puede existir sin un centro.

No tiene que ser creado, sólo tiene que ser re descubierto.




 Amado Maestro, hoy en el discurso te miré y me sentí muy superficial y falso. No parece haber nada más profundo den­tro de mí. ¿Estos sentimientos muestran que todavía no ten­go un centro? También me impacta que en este momento es­to parece ser mi rostro.

 Nadie puede existir sin un centro. La vida es imposible sin un centro; puede ser que no te des cuenta de él, ése es otro asun­to. No tiene que ser creado, sólo tiene que ser re descubierto. Y recuerda, no estoy diciendo «descubierto», estoy diciendo «redes­cubierto».

 El niño que está en el útero de su madre permanece perfecta­mente consciente del centro. El niño que está en el útero de su ma­dre está en el centro, vibra en el centro, pulsa en el centro. En el útero de su madre el niño es el centro, todavía no tiene circunferen­cia. Es sólo esencia, todavía no tiene personalidad.

 La esencia es el centro, aquello que es tu naturaleza, aquello que es dado por Dios. La personalidad es la circunferencia, aquello que es cultivado por la sociedad; no es dada por Dios. Existe por crian­za, no existe por naturaleza.

 Cuando el niño sale del útero entra en contacto por primera vez con algo externo a sí mismo. Y ese contacto crea la circunfe­rencia. Muy lentamente la sociedad inicia al niño en sus propias costumbres. La sociedad cristiana hará del niño un cristiano, y la hindú hará de él un hindú, y así sucesivamente. Entonces se im­ponen sobre el niño capa sobre capa de condicionamiento.

 Básicamente, si entras en una personalidad bien desarrollada en­contrarás estas tres cosas. Primero una capa positiva muy delgada: positiva pero falsa. Ésa es la capa que finge, ésa es la capa en la están contenidas todas tus máscaras. Fritz Perls solía llamar a esa capa la «capa de Eric Berne». Es allí donde juegas todo tipo de juegos.

 Podrás estar llorando por dentro, pero en esa capa sigues son­riendo. Podrás estar lleno de ira, podrás querer asesinar a la otra persona, pero sigues siendo dulce. Y dices: «¡Qué bueno que hayas venido! ¡Estoy tan feliz, tan contento de verte!». Tu rostro muestra alegría, y eso es falso.

 Pero para existir en una sociedad falsa necesitarás una capa fal­sa. De otro modo estarás en tantas dificultades como estuvo Sócra­tes, como estuvo Jesús, como estoy yo. Esa capa falsa hace que sigas siendo parte de la sociedad falsa, hace que no te desarmes. Es un mundo falso, lo que en Oriente hemos llamado «maya». Es iluso­rio, es todo falsedad, falsificación.

 La otra persona también está sonriendo tan falsamente como tú. Nadie está sonriendo realmente. La gente está cargando heridas pe­ro ha decorado sus heridas con flores, está ocultando sus heridas de­trás de las flores.

 Los padres están apurados por darle esta capa al niño. Están apurados porque saben que el niño tiene que existir como miem­bro de una sociedad falsa. Para el niño será difícil sobrevivir sin ella; ésta funciona como un agente lubricante.

 Ésta es una capa muy delgada, superficial. Rasguña a cualquiera un poquito y repentinamente encontrarás que las flores han desapa­recido; y detrás están escondidos la ira y el odio y todo tipo de co­sas negativas... y esa es la segunda capa: negativa, pero aún falsa.

 La segunda capa es más gruesa que la primera. La segunda capa es aquella en la que hay que hacer mucho trabajo. Es allí donde en­tran las psicoterapias. Y dado que detrás de la capa positiva hay una gran capa negativa, siempre tienes miedo de ir hacia adentro por­que ir hacia adentro significa que tendrás que cruzar por ese fenó­meno desagradable, esa basura sucia que has juntado año tras año, tu vida entera.

 ¿De dónde viene la segunda capa? El niño nace como un centro puro, como inocencia, sin dualidad. Él es uno. Está en el estado de unión mística: todavía no sabe que está separado de la existencia. Vive en unidad; no ha conocido ninguna separación, el ego toda­vía no ha surgido.

 Pero inmediatamente la sociedad empieza a trabajar en el niño. Dice: «No hagas esto. Esto no sería aceptable para la sociedad, reprímelo. Haz esto, porque esto es aceptable para la sociedad y serás respetado, amado, apreciado».

 Entonces en el niño se crea una dualidad, en la circunferencia surge una dualidad. La primera capa, la positiva, es la que tienes que mostrarle a los demás, y la segunda es la capa negativa que tie­nes que esconder dentro de ti.

 El niño es inocente: inocente en su amor, inocente en su enojo. No hace una distinción. Cuando ama, ama, ama totalmente. Cuando está enojado, está totalmente enojado, es puro enojo. De allí la belleza del niño. Aun cuando está enojado tiene una belleza y una gracia magnífi­cas, aun en su enojo, porque la totalidad está allí. Los adultos, ni siquiera cuando aman son tan hermosos porque está faltando la totalidad.

 Creamos una división en el niño, en cada niño. Nuestra socie­dad ha vivido hasta ahora en una especie de esquizofrenia. La hu­manidad real todavía no ha nacido. Todo el pasado ha sido una pe­sadilla porque dividimos a la persona en dos: lo positivo y lo nega­tivo, sí y no, amor y odio. Destruimos su totalidad.


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 Estas dos capas son nuestra escisión. La primera capa es positi­va y falsa, la segunda capa es negativa y falsa. Son falsas porque só­lo lo total puede ser real. Lo parcial siempre es falso porque lo par­cial niega algo, rechaza algo y la parte negada lo hace falso. Sólo en la aceptación total surge la realidad.

 El centro está allí, en ti, pero tendrás que ir cavando a través de estas dos capas: la positiva y falsa y la negativa y falsa. Y entonces caerás en esa unidad oceánica, lo total, el todo. Entonces, repentina­mente surge una gran dicha: eso es satori. No hay que crearlo, ya es­tá allí. Ni siquiera hay que descubrirlo, sólo hay que redescubrirlo. Lo has conocido antes, de allí la búsqueda; de no ser así la búsque­da sería imposible.

 ¿Por qué la gente busca continuamente la dicha? Porque la de­ben haber conocido. En algún lugar, en lo profundo, todavía per­siste la memoria de esos dulces momentos en el útero de la madre cuando todo estaba quieto y silencioso, cuando todo era uno, cuan­do no había preocupación ni responsabilidad, cuando no había otro. Era el paraíso.

 Éste es el significado del símbolo del Jardín del Edén. El útero es el Jardín del Edén. Pero no puedes vivir en el útero para siempre, tarde o temprano tienes que salir del útero. Y en el momento en que salgas del útero la sociedad inevitablemente te educará. La so­ciedad, y su educación, todavía no es humana. Es neurótica, es muy primitiva, porque no ayuda al niño a crecer en su centro. No ayu­da al niño a crecer permaneciendo alerta al centro. Por el contrario, trata de todos los modos posibles de hacer que el niño se olvide del centro y se identifique con una personalidad falsa que la sociedad le brinda.

 La sociedad no está interesada en el niño, la sociedad está inte­resada en que persista su propia estructura. La sociedad no está in­teresada en el individuo, está en contra del individuo, está comple­tamente a favor de lo colectivo. Y lo colectivo ha sido neurótico y desagradable. Pero la sociedad está orientada hacia el pasado y el in­dividuo está orientado hacia el futuro; el individuo tiene que vivir en el futuro y la sociedad sólo conoce el pasado en el que ha vivi­do. La sociedad no tiene futuro, la sociedad consiste en pasado. Y continúa imponiéndole al niño ese pasado.


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 En mi visión, en una sociedad realmente humana, al niño no se le impondrá nada, nada en absoluto. No es que el niño será dejado completamente solo. No, se le ayudará pero no se le impondrá nada. Se le ayudará a permanecer íntegro, se le ayudará a permanecer enraizado en la esencia. No será forzado a mover su consciencia de la esencia a la personalidad. La educación futura no será una edu­cación en la personalidad, será una educación en la esencia.

 Y ése es el significado de una educación religiosa. Hasta ahora, no ha habido educación religiosa. Y cualquier cosa que llames educa­ción religiosa es cristiana o hindú o musulmana; eso es adoctrina­miento, no es educación religiosa. La educación religiosa ayudará al niño a recordar lo que ya está en él, no a olvidarlo.

 La educación real hará al niño más meditativo, de modo que nunca pierda contacto con su ser interno. Existen todas las posibi­lidades de que pierda ese contacto porque él se estará moviendo junto con otros, empezará a imitar a otros, tendrá que aprender muchas cosas de otros. Déjalo aprender pero déjalo darse cuenta de que no debe volverse un imitador.

 Pero es justamente eso lo que se hace, y lo que se ha hecho a lo largo de las épocas. Les enseñamos a los niños a volverse imitado­res: «Sé como Jesús. Sé como Sócrates. Sé como Buda».  El niño só­lo puede ser verdaderamente él mismo y nunca puede ser nadie más. Y cualquiera cosa que trate de llegar a ser será falsa.

 Me preguntas: Hoy en el discurso te miré y me sentí muy superficial y falso.

 Eso es bueno. Es inmensamente hermoso que hayas sentido eso. Éste es el comienzo. Si te vuelves consciente de lo falso no podrás permanecer inconsciente por mucho tiempo de aquello que es real, porque ser consciente de lo falso significa que en algún lugar has empezado a volverte consciente de lo real. Quizás es muy vago, ne­buloso, todavía no es claro, todavía no es transparente, es turbio. Pero ha habido un comienzo.

 Conocer lo falso. como falso es el comienzo de conocer lo real como real. Es un buen comienzo, un comienzo auspicioso.
                                                       
Dices: No parece haber nada más profundo dentro de mí.

 Darse cuenta de que: «No hay nada más profundo dentro de mí», es el primer paso hacia la profundidad. Millones de personas siguen pensando que su personalidad, que es superficial, tiene pro­fundidad. Siguen creyendo en ella, y al creerlo se siguen perdiendo su propia realidad... se siguen perdiendo su alma.

 Mi función aquí es hacer que te des cuenta de lo falso, de lo fal­sificado, de lo irreal y lo superficial. Y cuando te das cuenta por pri­mera vez de que eres falso, eso duele porque siempre has creído exactamente lo opuesto. Siempre has tenido la idea de que eres muy real y profundo, que tienes altura y profundidad. Y no tienes nada. 

 En este mismo momento, tal como eres, no tienes ninguna profundidad, no tienes ninguna altura. Existes como personaje; toda­vía no te das cuenta de la esencia. Y sólo la esencia puede tener al­tura y profundidad. Pero volverse alerta de que: «Soy superficial» es bueno, es tremendamente importante y significativo. No lo olvides otra vez, recuérdalo. Dolerá, se volverá un dolor en el corazón, se volverá una herida. Será como una flecha yendo más y más profun­do, y se volverá más y más doloroso.

 Ése es el viaje por el que tiene que pasar todo buscador. Ése es el dolor necesario para tu renacimiento. No lo olvides, y no empie­ces a creer otra vez en la vieja personalidad falsa.
Tú no eres aquello que hasta ahora has estado pensando que eres. Eres algo totalmente diferente. No eres este cuerpo: estás en el cuer­po pero no eres el cuerpo. Y tampoco eres esta mente; la mente está allí, pero tú estás mucho más allá de la mente. Tú eres el testigo.

Dices: Me sentí muy superficial...

 ¿Quién ha sentido esto? Recuerda eso. La superficialidad misma no puede sentir que es superficial. No tendrá idea de la profundidad, ¿cómo podrá sentir que es superficial? La desdicha misma no podrá sentir que es desdicha. Alguien más es necesario, alguien que haya conocido estados de dicha. Sólo alguien así puede darse cuen­ta de la desdicha.

 La enfermedad no puede sentirse a sí misma como enfermedad, sólo la salud puede sentir a la enfermedad como enfermedad. Re­cuerda eso.

 ¿Quién se ha dado cuenta de que «Soy superficial, soy falso y no parece haber profundidad en mí»? ¿Quién es éste? Este testigo eres tú. Éste es tu centro; tu centro está surgiendo del caos de tu perso­nalidad. Éste es un gran momento, un momento de grandes ben­diciones: no le pierdas la pista. Por doloroso que sea el viaje, uno tiene que pasar por él porque el final es totalmente dichoso.

  Éste es el sacrificio que tiene que hacer todo sannyasin: el sacri­ficio de lo falso en el altar de lo real.


Osho
Osho